lunes, 20 de febrero de 2012

Hablar en Público: El poder del silencio.

“El silencio es uno de los argumentos más difíciles de refutar.”
Josh Billings (humorista estadounidense, 1842-1914)




Quizá uno de los recursos más poderosos del lenguaje, tanto como la palabra, es el silencio. Mucho han escrito los filósofos acerca de él. Su poder radica no solo en el tremendo vacio que provoca y que incita a pensar, sino en el uso que se dé de él cuando acompañe a la palabra, y en su apoyo en la dramatización.

El profesor Vallejo-Nájera daba los siguientes consejos dirigidos a los conferenciantes: “Diga menos cosas, elíjalas bien, y busque énfasis y rotundidad. El uso bien planeado de las pausas facilita el ritmo, quita monotonía, da tiempo para consultar de reojo el guión y estimula la curiosidad de los oyentes. Cronometre la duración de su discurso y haga pruebas a diferente ritmo, prolongando y acortando las pausas.”

El uso correcto del silencio no implica que no se hable, sino en decir las cosas a su tiempo y en callar cuando sea necesario. No hay unas reglas específicas que nos indiquen cuando hemos de realizar las pausas, mas bien van a depender del sentido que se le quiera dotar a la frase, de cómo queramos que influya en nuestro público, o como se encuentre éste de involucrado o de afectado por lo que estamos diciendo, del sentimiento que se le quiera dar en ese momento, del contexto, etc.

Normalmente usamos el silencio mediante las pausas para proporcionar énfasis, atraer la atención, despertar la expectación, y sobre todo para reducir la monotonía.

Quiero acompañaros a continuación un texto del libro “Si je mens” de Françoise Giroud, en el que se plasma el verdadero poder del silencio:

Cuando Chamberlain comprendió que no era el Primer Ministro capaz de liderar a Inglaterra, eligió el mismo, como era costumbre en el partido conservador inglés, a Lord Halifax como su sucesor.

Sin embargo, para dar la máxima eficacia al gobierno, quería que Churchill también formara parte de ese gabinete.

Le convocó a una reunión y le dijo: “Halifax es el más adecuado, pero también le necesitamos a usted. ¿Acepta ser el número dos?”

Churchill por patriotismo, por deber, le contestó afirmativamente.

Unas horas después, Lord Beaverbrook, el magnate de la prensa inglesa se pone en contacto con Churchill.

- “¿Parece ser que usted ha aceptado que Lord Halifax sea el Primer Ministro?

¡No es posible!”.

Churchill responde que se trata de un asunto de Estado y que debe sacrificar sus ambiciones personales por un interés superior.

Beaverbrook no se conforma. Churchill le hace ver que comparte su opinión pero no puede actuar de otra manera.

Beaverbrook insiste: “Es un crimen contra la nación. Solo usted puede movilizar a Gran Bretaña”.

- “He dado mi palabra y la mantendré”.

Entonces, Lord Beaverbrook, ante la firmeza de Churchill, le dice:

“Solo le pido una cosa. Cuando Chamberlain le convoque con Halifax y le pida que confirme su aceptación, quédese callado tres minutos. Tres verdaderos minutos sin contestar. Ciento ochenta segundos antes de decir que sí”.

Churchill no comprende bien esta propuesta de Beaverbrook, pero como es su amigo y le estima, le promete que así lo hará.

Al día siguiente, Churchill y Halifax acuden al despacho de Chamberlain en Downing Street.

Chamberlain se dirige a Churchill: “¿Quiere usted confirmar a Lord Halifax que acepta formar parte de su gabinete?”… Churchill se queda callado. Pasa un minuto. Churchill ni se inmuta ante la cara de asombro de Halifax y la insistencia de Chamberlain.

Un minuto y medio, sigue callado. Halifax enrojece, le tiembla el pulso.

Antes de que hayan pasado los tres minutos, Lord Halifax dice:

“Yo creo que Winston Churchill debe ser el Primer Ministro”.

Lo menos que puede decirse es que estos tres minutos han jugado un papel decisivo en la historia de la Segunda Guerra Mundial.

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